Por Juan Nicho

En un tiempo caracterizado por la estructura de la confusión planetaria, donde no es fácil traspasar los velos del simulacro y lograr siquiera alcanzar una etapa de la propia definición o cuando menos una herramienta promotora del sentido de la existencia, los logros de alguien que se presenta a la humanidad como torsionador mental de vajilla doméstica, no son pocos. Que Uri Geller pueda explicarse al mundo y a sí mismo como alguien que dobla cucharas y tenedores con la mente es más de lo que muchos podríamos llegar a soñar. El trabajo principal, la misión de Geller en el mundo, pasaba en sus inicios por conseguir que ciertos utensilios comunes perdieran su modesta utilidad y, convirtiéndose en objetos inservibles, abrieran la puerta a una lección netamente inmaterial. Uri Geller, tras años de apostolado por el mundo, ha dejado tras de sí un reguero de chatarra verdaderamente asombroso y redundante, un buen montón de fetiches postmodernos que traducen de su pérdida de función una reveladora enseñanza. Cada cuchara doblada es un ladrillo etéreo de un muro de Berlín arcadiano.

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“Dóblate… dóblate…y ahora, si se dobla, alégrate y sé feliz”, de su LP Uri Geller, de 1977.

Sea propuesto un juego. Imagínese por un momento que el severo y malicioso movimiento escéptico mundial no ha triunfado y que Uri Geller no ha caído bajo las losas y engranajes del descrédito, el ridículo y el forzoso ostracismo trabajado por el desprestigio. Piénsese en un mundo en que los científicos no tienen miedo, en que los medios de comunicación conservan el poder de una transformación mágica colectiva, en que la curiosidad es un acicate al alcance de las masas…, un mundo que arde a través de los sueños sin diferenciar la noche y el día, un día en el que lo extraño y lo sobrenatural campan por sus respetos para anunciar en cada momento que las fronteras de los mapas se diluyen al tiempo que amplían su eterno contenido proteico.

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“Creo que todavía no me he acercado siquiera al fondo del asunto. (…) Esas energías se manifiestan a través de mí, y por lo tanto no puedo ignorarlas. (…) No puedo evitar el convencimiento de que esas fuerzas, cualesquieras que sean, llegarán a verse aceptadas, de igual modo que hoy se acepta la electricidad.” Uri Geller

La aparición de una deslumbrante luz en un pequeño jardín árabe llevó a este audaz hedonista judío a trastocar todo su sistema de consideraciones sobre la vida. A partir de esa estricta “iluminación” repentina, el joven Uri comprendió que se le invitaba a llevar una vida más que peculiar, en la que actuar de despertador de lo asombroso y de las capacidades dormidas en la gente pasaba a ser su diario cometido por mucho que el sentir dominante en diferentes épocas considerara esa labor más que prescindible. Su perseverancia acabó forjando una leyenda tan bizarra como fascinante. Hay en todo lo relacionado con su vida una sensación de persistente absurdo, de incongruencia repetida e incluso perfeccionada en cada paso dado. Y sin embargo, junto a ella, la actitud de Uri Geller, narrada por él mismo en su autobiografía, nos resulta de lo más apropiada, como si se le hubiera sometido a una batería de pruebas de las que hubiera salido brillantemente airoso (aunque quizá nadie se hubiera dado cuenta). Entre las capacidades que había adquirido así, de repente, sumadas a la de poder torcer metales, se encontraban las de leer el pensamiento, insertar ideas en mentes ajenas, activar o detener mecanismos de relojes antiguos o nuevos, de escaleras automáticas, motores, dispositivos de todo tipo, establecer contacto visual con entidades alienígenas y comunicarse con ellas, habilidades telekinésicas, así como las de hacer aparecer o desaparecer objetos dentro de recipientes estrictamente sellados. La mayor parte de estos fenómenos tuvieron lugar delante de un considerable número de testigos, cuando no de audiencias contadas por millones de espectadores.

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De todo esto disponemos no solo del testimonio de los testigos mencionados, sino de todos aquellos científicos que quisieron valorarlo y establecer la veracidad o falsedad de tales fenómenos. Tras tan solo un par de años, Uri Geller nos narra todo el proceso de experimentación llevado a cabo por científicos independientes o de reputados centros de investigación, así como la publicación en la que por aquel entonces era la más prestigiosa revista científica de la época, Nature, de los resultados de un estudio, con todas las garantías posibles, de sus habilidades extrasensoriales en el ámbito de la telepatía. Todos los datos podrían ser comprobados por quien tuviera la necesidad de hacerlo. Bastaría con que acudieran al ejemplar de octubre de 1974 de la revista y leyeran el artículo donde los doctores Russell Targ y Harold Puthoff consideraban memorables e indiscutibles sus aciertos, situados en una horquilla de posibilidades de una entre un millón.

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Arthur C. Clarke y Uri Geller

Entre los personajes más célebres que cayeron rendidos ante sus demostraciones encontramos al riguroso Arthur Koestler (“La raíces del azar”, entre otros, escrito sobre tales fenómenos) y al, hasta ese momento, sumamente escéptico según sus propias palabras (decía que los presupuestos de la ciencia-ficción nunca se cumplirían en la realidad, al menos mientras él viviera), Arthur C. Clarke, quien comparó aquello que vio, y que le dejó entusiasmado, a lo que había pretendido exponer en una de sus más profundas obras: El fin de la infancia, en la que, entre otras cosas, se trata de un cierto proceso de evolución acelerada de la especie humana facilitado por instancias extraterrenas, un brillante expediente a pesar del malogrado final para nuestra especie.

Dejo que sea el mismo Uri Geller quien narre un fragmento de ese episodio, tras desmaterializar objetos, mover y torcer otros… ante la atónita mirada del escritor: “Arthur Clarke parecía haber perdido todo su escepticismo. Exclamó algo así como: “¡Dios mío! ¡Todo se convierte en realidad! Sobre esto mismo escribí yo en El fin de la infancia. ¡No puedo creerlo!” Clarke no había ido allí con la exclusiva finalidad de burlarse. Deseaba que sucedieran cosas. Quería convencerse de que todo era legítimo. Al ver que sí lo era, manifestó a los demás: “Vaya, lo mejor que pueden hacer todos esos magos y periodistas que atacan esto es presentar pruebas o callarse. So pena de que puedan repetir las mismas cosas que Geller está haciendo, en idénticas condiciones estrictamente controladas, nada más les queda por decir ya. Clarke me habló un poco de El fin de la infancia. Es fantasía científica, naturalmente. Un “ovni” sobrevuela la Tierra y lo regula y domina todo. Había escrito esa narración unos veinte años antes. Confesó que, después de su absoluta incredulidad respecto a aquellas cosas, su criterio había cambiado radicalmente al presenciar los experimentos.” (Mi fantástica vida, Uri Geller).

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De hecho, aunque en la serie basada en el libro de Clarke se tergiverse la aparición de los experimentos paranormales -una ouija, en concreto-, haciéndolos pasar por una diablura tecnológica más de los “visitantes”, lo cierto es que en la novela son los humanos los que los practican y es a través ellos que despierta el interés clave de los aliens y, por qué no, el nuestro. Son las facultades paranormales de algunos humanos la piedra de toque del contacto evolutivo suprapsíquico que conforma la trama. Sorprendiendo a muchos críticos y lectores, Clarke ponía en la experimentación psíquica una gran parte de su esperanza de realización humana. Es por ello comprensible que lo que vio en primera persona a través de Uri Geller, transformara por completo su disposición a catalogar las cosas en ficción o no ficción, y que desatara gran parte de su felicidad retenida por la pesada arquitectura de la racionalidad academicista imperante. Los “poderes” psíquicos eran herramientas merced a las cuales todas sus construcciones narrativas podrían de algún modo trasvasarse a lo plausible. Los visitantes (“superseñores”, en la novela de Clarke) vienen a decir que los humanos parecen ignorar que con el desarrollo de las facultades de la mente tendrían abiertas las puertas a una comprensión de los avances evolutivos que les permitirían abandonar la ruda permanencia en este plano de limitaciones y brutalidad cognitiva. Pero por algún motivo, alguien se empeña en cerrar esas puertas, y hacerlo en nombre, incluso, oh irónica tristeza, de la ciencia y sus avatares.

Y aquí damos con un hilo que nos lleva a la trama de la única novela de ciencia-ficción conocida (por mí, al menos) de Uri Geller: Pampini.

En un principio se hace difícil de entender las motivaciones que llevan al bueno de Uri para canalizar su creatividad “militante” a través precisamente de la ciencia-ficción, cuando tanto se preocupa él en todo momento de huir de la consideración “espectacular” de su mensaje. En muchas ocasiones, asistimos a sus lamentos cuando los organizadores de tal o cual evento en que participa lo mezclan en un programa atestado de “magos” e ilusionistas. A pesar de disfrutar de todo despliegue de la imaginación, estaba claro que la vida de Geller es una constante preocupación porque le tomen en serio y no lo relacionen con la charlatanería o la bufonada. Puede que no se resistiera a forma alguna de expresión artística (grabó un LP de canciones, se planteó hacer de actor, escribió poemas…), pero siempre quiso, puede que infructuosamente, separar su devenir creativo del expositivo y casi profético de precursor de una ciencia casi nueva, al menos en el alcance de sus preceptos. Aun así, cuando se piensa mejor, parece más comprensible esta elección de la forma narrativa para hacer llegar sus ideas al mundo. Por mucho que diga él o quien opine sobre él, este hombre adolece de una falla fundamental que, de una manera u otra, podría considerarse también un acierto: la ingenuidad. Uri Geller no solo no esconde los aspectos más extraños y grotescos de su acontecer sino que incluso los magnifica o presenta en primera fila, haciendo gala de una particular mezcla de valentía, temeridad, audacia y ausencia de vergüenza entendida como reparo, pudor o entrega al ridículo en cualquiera de sus formas. Visto así, la elección del discurso a través de la ciencia-ficción, parece lo más lógico, teniendo en cuenta las fantásticas modulaciones que ha dado en su vida a las tan a menudo estrambóticas realidades que lo conformaban.

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En la obra, nos encontrábamos con un protagonista que, sonrojantemente, acabábamos relacionando y adjudicando rápidamente al autor, albergando al mismo tiempo la sospecha de que él pensaba que nadie se iba a dar cuenta de esa filiación, que ese matiz se perdería en la magia de la prosa. Pero no. Es evidente que Nonomine, esa especie de doble negación con patas, no es otro que Uri Geller convertido en una especie de caballero andante interestelar, donjuán impasible y desdeñoso, más que bien dotado, capaz de subvertir las leyes de la naturaleza (la de la muerte inclusive), y encargado al fin de una misión trascendental desde el punto de vista humano y algo más que livianamente atractiva desde la perspectiva de un atareado y complejísimo orden universal: lograr que esta tosca especie dominante en la Tierra dé al menos un pasito más en su ceremoniosa y morosa evolución hacia formas más aceptables de concordia y sabiduría planetaria, y a la vez pueda Nonomine, como impulsor de tal avance, lograr una especie de medalla cósmica que le impulse a un mayor reconocimiento de sus cualidades.

Está claro que Geller no deja de sorprender. En los primeros compases de la novela, en el primer capítulo, “Cristal”, nos encontramos con una prosa preciosista, cuidadísima, incluso brillante, tejiendo un espacio que nos recuerda por momentos a los paisajes tremendos y deslumbrantes de “Solaris”, la inclasificable joya de Stanislw Lem. Geller nos presenta a ese su alter ego galáctico que es confinado en una especie de celda dorada, un destierro a modo de castigo por una confusa rebeldía cometida y que es presentada casi como un mérito, como una forma adecuada de lograr trabajar con materiales propicios para su progresiva realización como ser o entidad, que nunca queda muy claro quién o qué es es este Nonomine. Así, leemos por ejemplo, y haciendo abstracción de repeticiones o pomposidades, por favor: “En este planeta de cristales irisados y centelleantes cascadas de vapores etéreos, sobre el que tres lunas de turquesa derramaban una luz exquisita, Nonomine vivía fuera de los confines del tiempo, permitiendo con dulce abandono que su espíritu tomase las formas que deseara. Y así él, apenas un perfil desdibujado, se fundía con el entorno de su exilio, convirtiéndose en luz turquesa, en refracción de vapor o, durante un largo latido del corazón cósmico, se perdía en las refulgentes llanuras cristalinas o en las irisadas facetas de las rocas, sin afán de determinar su forma o aspecto.” Pampini, Uri Geller.

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Va adoptando formas fluidas, en una especie de frenesí proteico, metamórfico, acuático, en que cambia o adopta diferentes figuras, sexos, alcanzando facetas de inmaterialidad o de sutil intercambio con realidades espirituales o de un colectivo afán indeterminado. Y en esas está cuando le enchufan el muerto de su misión, con una finalidad aparentemente educativa, tanto para él como para los atrasados humanos, que bien necesitan un bienintencionado empujón evolutivo para diluir un poco y de una vez el panorama de sus ancestrales torpezas. Acepta, qué otra cosa puede hacer. Y entonces la novela entra en un reducto completamente distinto, nada que ver con los esfuerzos de cósmica epopeya etérica: entramos en la dinámica de una novela de espías, calentones esotéricos y grotescos y abultados incidentes desde lo inexplicable. Se rebaja considerablemente la calidad literaria (o simplemente cambia), aunque habrá quien celebre el incremento de sucesos erótico-festivos y de conflictos del mundo capitalista con el inquieto bloque soviético de la burocracia de entonces. Así avanza la trama, presentándonos las aventuras de esa especie de Totó o Principito caído de cielo y dispuesto a disfrutar de sus amplias “capacidades” en este planeta, le crean o no en su mensaje de evolución planetaria. Y así, con un final apocalíptico, casi en la onda de Clarke, asistimos al término de esta extrañísima obra de un personaje que parece, en verdad, surgido de otro planeta, quizá el mismo que produjo en su día la magia disparatada y astral de David Bowie. No hay que olvidar que, en el culmen y hacia el final de esta etapa pública de su vida, antes de su Ocultación, Geller estableció contacto con una entidad alienígena que le instaba a realizar diversas acciones y a tomar nota de sus informes. Tal entidad, cuyos efectos pudieron ser constatados también por otras personas, recibía el muy bowiano y elegante nombre de SPECTRA.

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Uri Geller por Taylor Herring

En fin. La cuestión es que Uri Geller provocó fenómenos paranormales en millares de hogares o, mejor dicho, provocó que esos millares de humanos provocaran esos fenómenos en la soledad de sus mundos personales. Es decir, “facilitó” el surgir (o resurgir… siempre es resurgir) de la magia en aquellos que ignoraban fueran o pudieran ser sus depositarios. Sembró en muchas mentes el recuerdo de la posibilidad de ir más allá de los cercados de la razón y sus adláteres de la castrante normalidad. La evidencia de su conversión en un icono de la modernidad, marginal o no, rechazado incluso por quienes se interesan por estos temas, un apestado espectacular de lo imposible devenido real, nos venía a decir que aún había un espacio para marcar nuevas rutas en los mapas, para sobrevolar terrenos oscuros con el aderezo burlón de las confusiones en los mensajes abiertos… que la cubertería es un arma insospechada cargada de resonancias y que los sucesos revestidos del furor del esperpento llegarán a enseñar tras el misterio de su sonrisa paisajes en los que, con una insistencia reveladora, veníamos soñando desde hace tiempo.

Uri Geller sigue hablando desde la nieve de los televisores antiguos, sigue transmitiendo los números de un relato inacabado que construye con la complicidad de nuestra arena furtiva un ejército de figuras y sombras bajo tierra, siempre dispuestas, siempre alerta.

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“Tengo esas dos facetas, el lado realista y la parte nada convencional relacionada con esas fuerzas energéticas. Deseo participar en ambos aspectos. Creo que existen buenos motivos para mis demostraciones públicas, para la televisión, la música, la película, la poesía, el disco. En cosa de un año, me han visto y oído millones y millones de personas en las pantallas de los televisores, a través de los aparatos de radio y en numerosos auditorios. Me parece que he cambiado en algo la forma de pensar de esas personas, que he abierto nuevos horizontes en el universo. Uno tiene que emplear la energía para cambiar algo, sobre todo en lo que se refiere al cerebro. Creo que todos nosotros debemos elevar nuestra conciencia, dirigir la mirada hacia esos nuevos factores cósmicos. Confío en que la película, el disco, este libro y mis actuaciones públicas contribuyan a ello.”
Mi fantástica vida (1975), Uri Geller

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